sábado, 16 de abril de 2011

Bacalao en salazón, patito feo en la despensa y egregio cisne en el plato

Con los cambios experimentados en la industria alimentaria, sensible a los cambios de los usos determinados por el transcurso del tiempo, ahora podemos adquirir las tajadas de bacalao en salazón ya hidratadas y en su punto de sal envasadas al vacío, congeladas o recién desvestidas de su capa de salazón, listas para cocinar de modo improvisado, y no sólo a granel, como es tradicional  en los mercados y colmados catalanes y vascos, sino en cómodas e higiénicas bandejas que podemos almacenar en nuestro armario nevera-congelador, ahora que en la mayoría de las viviendas -así como en muchos locales de hostelería- no se dispone de una habitación fresca, ventilada y con temperatura estable dedicada a despensa ni de las casi olvidadas fresqueras (armarios generalmente abiertos en la cocina, en el muro más fresco del edificio, para almacenar a temperatura ambiente determinados alimentos perecederos o de intenso aroma, protegidos de la intemperie por una tela metálica que evitaba la entrada de insectos y otros animales).

Pero en el cambio se ha perdido la posibilidad de comprobar el carácter inequívocamente alquímico –sinónimo de mágico– de la cocina, al observar la fascinante alteración de aspecto y sabor que en cuestión de horas y con sencillos y certeros mimos puede experimentar una poco apetitosa bacalada –fea como el patito del cuento, seca y acartonada cuando no estropajosa– para transformarse en nutritivos, delicados y sabrosísimos platos, tanto tradicionales como innovadores, para consumir fríos o calientes, elaborados en el momento o con cierta antelación.

Y tal y como os prometí en mi artículo anterior, cuando a la popular imagen de Dña. Cuaresma sólo le queda uno de sus siete pies iniciales, reflejo de las semanas de abstinencia  del consumo de carne, y antes de abandonar las labores habituales para disfrutar de una siempre merecida alteración en nuestra rutina –haya o no en casa estudiantes, que determinan el horario familiar, y aunque por diversos motivos no nos desplacemos a otro lugar–, voy a seguir escribiendo sobre el bacalao, saludable manjar cuyo consumo no alteraba en los siglos pasados el reposo preciso para la renovación de la naturaleza.

Y es que no conviene olvidar que cuando la iglesia cristiana establece la prescripción de guardar la vigilia instituye una higiénica norma dietética ya extendida por el ámbito mediterráneo, eso sí, mucho antes de que los aguerridos pescadores que llegaron a Terranova persiguiendo ballenas trajeran a la península las primeras piezas de bacalao abiertas, limpias de vísceras y secadas al frío aire del Norte de Europa de modo similar a como todavía deshidratan los  pulpos mediterráneos en la costa murciana.

Ahora sabemos que el bacalao en salazón -pescado considerado blanco cuando es fresco, por su bajo porcentaje en grasa, pero que cambia a azul al aumentarse éste en el proceso de secado, prensado y salado-, es rico en proteínas y aporta a nuestro organismo vitaminas A, B, C y D y fósforo, potasio, calcio y magnesio, por lo que su consumo está recomendado en épocas de crecimiento y de ejercicio tanto físico como intelectual y, además del placer que su degustación proporciona, es idóneo para equilibrar nuestros sistemas nervioso y cardiaco y para combatir la astenia y el decaimiento que sufrimos en ciertas épocas o episodios de nuestra vida y en las estaciones del año en que disponemos de menos luz solar, como muy bien debían saber nuestros antepasados, que solían incluir en su dieta una vez por semana –los viernes o las vísperas de festividades religiosas– al menos en el puchero de legumbres una porción de bacalao cuando no un plato elaborado con tan tonificante ingrediente.

Así que no es de extrañar el sentido originario de la  popular y antigua perífrasis “el que corta el bacalao” para designar de modo coloquial a quien detenta el poder.

Y si en el artículo anterior ya mencionaba un buen número de platos emblemáticos de los fogones españoles con esta vianda, no es menor la relación en la gastronomía de otros países, cocinado al estilo de Bayona, a la borgoñesa, a la escocesa, a la japonesa, a la leonesa, a la lyonesa, a la provenzal, a la noruega, a la rusa, a la escocesa, a la irlandesa, sopa romana, arroces italianos, etc., cuyas recetas os resultará fácil encontrar en este medio (y, de no ser, así, estaré encantada de satisfacer vuestra curiosidad: sólo deberéis solicitármelas).

Pero fiel a mis propósitos, aquí os adjunto la receta de la provenzal –o catalana, según distintos criterios– brandada, tal y como la consignó en 1892 Ángel Muro (por respeto hacia su obra, he mantenido también la puntuación original), y dejaré para más adelante la historia de la pesca de estos gálidos desde que los descubrieran aguerridos balleneros hace más de cinco siglos en las costas de Terranova y de las peculiaridades de las distintas especies agrupadas en esa familia:  


Bacalao á la provenzal (Braudade).­ Se toman como unas dos libras de ba­calao bien desalado, pero procurando que sea de la parte más gruesa, se corta en pedazos cuadrados y  se pone en bastante cantidad de agua fría para que cueza á fuego lento, y cuando va á levantar el hervor, se aparta y se cubre con su tapadera, dejándolo en esta disposición por unos diez minu­tos, pasados los cuales se escurrirá por un cedazo, y luego por un lienzo ó cañamazo para que no quede nin­guna humedad; se quitarán las espi­nas con cuidado, dejando los pellejos; se freirá en una cacerola en aceite muy fino una cebolla picada con una hoja de laurel, poniendo, después el bacalao dentro y revolviéndolo fuer­temente con un cucharón hasta que se haga una pasta; durante este trabajo se irán poniendo algunas cucharadas de aceite muy fino, dejándolo caer muy poco á poco, y al mismo tiempo algunas gotas de limón; á fuerza de trabajo y con la ayuda del aceite y limón, el bacalao adquiere una blancura y elasticidad sorpren­dentes, transformándose así en un alimento sano y apetecible. Es menes­ter tener cuidado de no dejar caer mucho aceite á la vez, porque sería muy fácil que se desuniera, como acontece con la mayonesa y el ajo, aceite ó alioli; pero esto se evita fácil­mente echándolo muy poco á poco; la cantidad del aceite no puede tasarse fijamente, atendido que hay bacalao que lo toma más que otro; pero el término medio podrá ser, para unas  dos libras, como un medio cuartillo.  A úl­tima hora podrá ponerse un poco de leche ó si se tiene, nata, una cucha­rada de perejil cortado, nuez moscada y sal si fuere menester. Para servirlo se calienta, meneándolo fuertemente al fuego, y se sirve bien arreglado so­bre la fuente ó dentro' de un vol-au-vent ó pastel caliente de masa de ho­jaldre.
Hay algunos cocineros que lo pre­paran de otro modo: se ponen en una cacerola grande dos ó tres buenas cu­charadas de salsa bechamela, con un poco de manteca de vacas, moscada, pimienta cayena, tres yemas de huevo y un poco de ajo machacado, incorpo­rando todo esto poco á poco, con un cucharón de madera, y colocándolo so­bre cenizas calientes, para que no cue­za y se haga una salsa fina y untosa, sacándola del fuego cuando está in­corporada, y aumentándole aceite fino á chorrito continuo y revolviendo sin cesar, hasta haber mezclado así la cantidad de un medio cuartillo; el aceite habrá de quedar ligado como en una mayonesa, y en esta dispo­sición se pone dentro el bacalao coci­do y limpio de sus espinas; se acerca al fuego, trabajándolo á viva fuerza hasta que quede hecho pasta pero muy blanco, aumentándolo en este último trabajo unas cuantas cuchara­das más de aceite y un poco de zumo de limón.


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